Por Gabriel García Márquez
Escribir una novela es pegar
ladrillos. Escribir un cuento es vaciar en concreto. No sé de quién es esa
frase certera. La he escuchado y repetido desde hace tanto tiempo sin que nadie
la reclame, que a lo mejor termino creyendo que es mía. Hay otra comparación
que es pariente pobre de la anterior: el cuento es una flecha en el centro del
blanco y la novela es cazar conejos. En todo caso esta pregunta del lector
ofrece una buena ocasión para dar vueltas una vez más, como siempre, sobre las
diferencias de dos géneros literarios distintos y sin embargo confundibles. Una
razón de eso puede ser el despiste de atribuirle las diferencias a la longitud
del texto, con distinciones de géneros entre cuento corto y cuento largo. La
diferencia es válida entre un cuento y otro, pero no entre cuento y novela.
El cuento más corto que conozco es del guatemalteco Augusto Monterroso,
reciente premio Príncipe de Asturias. Dice así: "Cuando despertó, el
dinosaurio todavía estaba allí".
Nada más. Hay otro de Las Mil y una
Noches, cuyo texto no tengo a la mano, y que me produce retortijones de
envidia. Es el cuento de un pescador que le pide prestado un plomo para su red
a la mujer de otro pescador, con la promesa de regalarle a cambio el primer
pescado que saque, y cuando ella lo recibe y lo abre para freírlo le encuentra
en el estómago un diamante del tamaño de una almendra.
Más que el cuento mismo alucinante por su sencillez, éste me interesa ahora
porque plantea otro de los misterios del género: si la que presta el plomo no
fuera una mujer sino otro hombre, el cuento perdería su encanto: no existiría.
¿Por qué? ¡Quién sabe! Un misterio más de un género misterioso por excelencia.
Las Novelas Ejemplares de Cervantes
son de veras ejemplares, pero algunas no son novelas. En cambio Joseph Conrad
escribió Los Duelistas, un cuento
también ejemplar con más de ciento veinte páginas, que suele confundirse con
una novela por su longitud. El director Ridley Scott lo convirtió en una
película excelente sin alterar su identidad de cuento. Lo tonto a estas alturas
sería preguntarnos si a Conrad le habría importado un pito que lo confundieran.
La intensidad y la unidad interna son esenciales en un cuento y no tanto en la
novela, que por fortuna tiene otros recursos para convencer. Por lo mismo,
cuando uno acaba de leer un cuento puede imaginarse lo que se le ocurra del
antes y el después, y todo eso seguirá siendo parte de la materia y la magia de
lo que leyó. La novela, en cambio, debe llevar todo dentro. Podría decirse, sin
tirar la toalla, que la diferencia en última instancia podría ser tan subjetiva
como tantas bellezas de la vida real.
Buenos ejemplos de cuentos compactos e intensos son dos joyas del género: La Pata de Mono, de W.W. Jacobs, y El Hombre en la Calle, de Georges
Simenon. El cuento policiaco, en su mundo aparte, sobrevive sin ser invitado
porque la mayoría de sus adictos se interesan más en la trama que en el
misterio. Salvo en el muy antiguo y nunca superado Edipo Rey, de Sófocles, un drama griego que tiene la unidad y la
tensión de un cuento, en el cual el detective descubre que él mismo es el
asesino de su padre.
El cuento parece ser el género natural de la humanidad por su incorporación
espontánea a la vida cotidiana. Tal vez lo inventó sin saberlo el primer hombre
de las cavernas que salió a cazar una tarde y no regresó hasta el día siguiente
con la excusa de haber librado un combate a muerte con una fiera enloquecida
por el hambre. En cambio, lo que hizo su mujer cuando se dio cuenta de que el
heroísmo de su hombre no era más que un cuento chino pudo ser la primera y
quizás la novela más larga del siglo de piedra.
No sé qué decir sobre la suposición de que el cuento sea una pausa de refresco entre
dos novelas, pero podría ser una especulación teórica que nada tiene que ver
con mis experiencias de escritor. Tanteando en las tinieblas me atrevería a
pensar que no son pocos los escritores que han intentado los dos géneros al
mismo tiempo y no muchas veces con la misma fortuna en ambos. Es el caso de
William Somerset Maugham, cuyas obras -como las de Hemingway- son más conocidas
por el cine. Entre sus cuentos numerosos no se puede olvidar P&O -siglas de
la compañía de navegación Pacific and Orient- que es el drama terrible y
patético de un rico colono inglés que muere de un hipo implacable en mitad del
océano Índico.
Ernest Hemingway es un caso similar. Tan conocido por el cine como por sus
libros, podría quedarse en la historia de la literatura sólo por algunos
cuentos magistrales. Estudiando su vida se piensa que su vocación y su talento
verdaderos fueron para el cuento corto. Los mejores, para mi gusto, no son los
más apreciados ni los más largos. Al contrario, dos de ellos son de los más
cortos - Un canario para regalo y Un gato bajo la lluvia -, y el tercero,
largo y consagratorio, La breve vida
feliz de Francis Macomber.
Sobre la otra suposición de que el cuento puede ser un género de práctica para
emprender una novela, confieso que lo hice y no me fue mal para aprender a
escribir El Otoño del Patriarca.
Tenía la mente atascada en la fórmula tradicional de Cien Años de Soledad, en la que había trabajado sin levantar cabeza
durante dos años. Todo lo que trataba de escribir me salía igual y no lograba
evolucionar para un libro distinto. Sin embargo, el mundo del dictador eterno,
resuelto y escrito con el estilo juicioso de los libros anteriores, habrían
sido no menos de dos mil páginas de rollos indigestos e inútiles. Así que
decidí buscar a cualquier riesgo una prosa comprimida que me sacara de la
trampa académica para invitar al lector a una aventura nueva.
Creí haber encontrado la solución a través de una serie de apuntes e ideas de
cuentos aplazados, que sometí sin el menor pudor a toda clase de
arbitrariedades formales hasta encontrar la que buscaba para el nuevo libro.
Son cuentos experimentales que trabajé más de un año y se publicaron después
con vida propia en el libro de La Cándida
Eréndira: Blacamán el bueno vendedor
de milagros, El último viaje del buque fantasma, que es una sola frase sin
más puntuación que las mínimas comas para respirar, y otros que no pasaron el
examen y duermen el sueño de los justos en el cajón de la basura. Así encontré
el embrión de El Otoño, que es una ensalada rusa de experimentos copiados de
otros escritores malos o buenos del siglo pasado. Frases que habrían exigido
decenas de páginas están resueltas en dos o tres para decir lo mismo, saltando
matones, mediante la violación consciente de los códigos parsimoniosos y la
gramática dictatorial de las academias.
El libro, de salida, fue un desastre comercial. Muchos lectores fieles de Cien
Años se sintieron defraudados y pretendían que el librero les devolviera la
plata. Para colmo de peras en el olmo la edición española se desbarataba en las
manos por un defecto de fábrica, y un amigo me consoló con un buen chiste:
"Leí el otoño hoja por hoja". Muchos persistieron en la lectura,
otros la lograron a medias y con el tiempo quedaron suficientes cautivos para
que no me diera pena seguir en el oficio. Hoy es mi libro más escudriñado en
universidades de diversos países, y las nuevas generaciones pueden leerlo como
si fuera el crepúsculo de un Tarzán de doscientos años. Si alguien protesta y
lo tira por la ventana es porque no le gusta pero no porque no lo entienda. Y a
veces, por fortuna, no ha faltado alguien que lo recoja del suelo.