Por Pedro Orgambide
"Un pueblo que lee es un pueblo culto."
Ella tuvo la culpa, señor Juez. Hasta entonces, hasta el día que llegó, nadie
se quejó de mi conducta. Puedo decirlo con la frente bien alta. Yo era el
primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi escritorio era el más
limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo,
o de planchar con mis propias manos el papel carbónico.
El año pasado, sin ir muy lejos, recibí una medalla del mismo gerente. En
cuanto a ésa, me pareció sospechosa desde el primer momento. Vino con tantas
ínfulas a la oficina. Además ¡qué exageración! recibirla con un discurso, como
si fuera una princesa. Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se
deshacían en elogios. Alguno deslumbrado, se atrevía a rozarla con la mano.
¿Cree usted que yo me inmuté por eso, Señor Juez? No. Tengo mis principios y no
los voy a cambiar de un día para el otro. Pero hay cosas que colman la medida.
La intrusa, poco a poco, me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi
mujer me compró un tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo,
señor, y soñaba con ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer.
"González - me dijo el Gerente - lamento decirle que la empresa ha
decidido prescindir de sus servicios". Veinte años, Señor Juez, veinte
años tirados a la basura. Supe que ella fue con la alcahuetería. Y yo, que
nunca dije una mala palabra, la insulté. Sí, confieso que la insulté, señor
Juez, y que le pegué con todas mis fuerzas. Fui yo quien le dio con el fierro.
Le gritaba y estaba como loco. Ella tuvo la culpa. Arruinó mi carrera la vida
de un hombre honrado, señor. Me perdí por una extranjera, por una miserable
computadora, por un pedazo de lata, como quien dice.
["La intrusa" pertenece al
libro de relatos La Buena gente (1970), Buenos Aires, Sudamericana]
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