13 julio 2011

El rígido cadáver. Mario Levrero.

El rígido cadáver
A Sammy
    Abrí la puerta del ropero para buscar una corbata, y el rígido cadáver se me vino encima.
   -¿Quién puso esto aquí? –grité, furioso; la vieja sirvienta, avergonzada, se ovilló en el hueco bajo la escalera.
 -¿Has sido tú? –le pregunté, amenazándola con golpearle entre los ojos con el extremo del mango de la escoba.
   -No, señor –respondió; le pegué, de todos modos, con la escoba, deslizando el mango sobre el pulgar curvado hacia arriba de mi mano izquierda; con la derecha di el golpe, rápido y exacto; se desplomó luego de un ruido de bola de billar. Quizás ella tuviera algo que ver con el asunto.
   “Ni siquiera se parece a alguien” –murmuré para mis adentros, examinando al desconocido que yacía de bruces sobre el piso del dormitorio, con los pies metidos aún en el ropero. “Aunque, quizás –y le hice girar la cabeza, moviéndola con el zapato-, quizás esa vaga semejanza del perfil con el de tía Encarnación...” Pensé que pudiera tratarse de algún muerto familiar, largamente olvidado (abro la puerta del ropero con muy poca frecuencia).
   “No –me dije, pero la forma del mentón me atraía poderosamente-, no es mi primo Alfredo, tampoco tío Juan”. Entonces lo colgué de un clavo en la pared, y durante un tiempo lo contemplé a intervalos.
   -Eh, tú –sentí una voz que me decía, la otra tarde, y estaba solo en el dormitorio. Miré en todas direcciones pero no alcancé a ver otro ser viviente que el rígido cadáver, aún colgado y rígido.
   -¿Sí? –inquirí.
   -Mírate al espejo –dijo, con esa voz extraña de los muertos.
   Un poco alarmado me acerqué al ropero y traté de ver mi imagen reflejada en su luna.
   -¡Eh! –grité-. ¡Eh, eh, eh! ¿Qué han hecho con mi imagen? –pregunté, angustiado, porque el espejo reflejaba fielmente todo lo que había en la pieza, excepto mi cuerpo.
   -No entiendes nada, tú nunca entiendes nada –dijo el rígido cadáver, riendo silenciosamente, sus labios curvados burlones hacia abajo, mientras se desenganchaba con gran facilidad del clavo y se me acercaba, desperezándose.
   -¿Tú? –pregunté, y la palabra sonó carente de significado. El cadáver (ya no tan rígido) se aproximó aún más y, apoyando las dos manos en mi pecho, me empujó con fuerza en dirección al ropero; no sentí el choque contra el espejo, pero me encontré en un mundo donde todo estaba lamentablemente alterado, la izquierda a la derecha, la derecha a la izquierda, y etc.; vi que el cadáver daba grandes zancadas por el cuarto, del otro lado, y no me quedó más remedio que imitarlo, por más que ya me estoy cansando, y ese hombre no deja de caminar.

              Mario Levrero (1970)

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